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Núria
dilluns, 16 de juny del 2008
divendres, 6 de juny del 2008
MEMORIAL DE FUTURO de Manuel Delgado
El País 25/03/2008
Son varias las virtudes de Mirant al cel, la película de Jesús Garay sobre los bombardeos que padeció Barcelona durante la Guerra Civil, estrenada como una de las iniciativas sobre el tema del Memorial Democràtic. De entrada, las de índole estrictamente cinematográfica, como aporte a la interesante línea de documental de creación que se está produciendo en la ciudad en los últimos años. Luego, como contribución a la vindicación de la biografía combativa de Barcelona, de la mano de un realizador al que ya debíamos La Mari (2002), una rara incursión desde el cine a la lucha de los barrios bajo el franquismo. Pero hay otra cualidad que merece ser destacada en la película: la de subrayar el valor simbólico, pero también la belleza inmensa e intensa de uno de los lugares más impresionantes de Barcelona: el Turó de la Rovira.
No es sólo que esa colina en pleno centro geográfico de la ciudad permita una contemplación excepcional de la masa urbana que la rodea. Ni tampoco el valor histórico que alberga, ubicación, entre otras cosas, de lo que fue la defensa aérea de Barcelona. Es la potencia del sitio mismo, la energía que destila, las reverberaciones sensibles y emocionales de todo tipo que suscita, incluso entre aquellos que nada saben de su historia; su silencio, las huellas que allí se amontonan, algunas recientes, como las pintadas permanentemente renovadas que todavía hacen más alucinante el escenario. Un paraje en el que casi nunca hay nadie, pero que nunca está vacío, saturado como se intuye siempre de ausencias. Ese cúmulo de sensaciones es el que Jesús Garay ha sabido transmitir en sus imágenes.
Es la suerte que espera a ese sitio lo que inquieta, levantándose como se levanta en medio de un viejo objetivo de depredación urbanística: los Tres Turons, la pequeña sierra que forman los cerros de la Rovira, la Creueta del Coll y el Carmel. El sector ya había sido objetivo de planes durante el franquismo, que, apenas modificados, se reavivan ahora, vinculados a la reforma del Carmel, un barrio que pronto será atractivo para clases medias ávidas de ubicarse en zonas con "sabor popular" y, de paso, con magníficas vistas sobre Barcelona.
El proyecto de parque tiene en contra la oposición vecinal, por cuanto implica la afectación de 900 viviendas que se encuentran dentro de su perímetro previsto, entre ellas las del conjunto Labernia, excelente ejemplo de urbanización de mediados del siglo XIX. El objetivo parece claro: desalojar la futura zona verde y densificar su entorno con nuevas construcciones -9.500 previstas-, cuyos nuevos destinatarios es dudoso que pertenezcan a las clases populares que hasta ahora habían habitado en esa parte alta de la ciudad.
La cuestión es cuál va a ser el porvenir de las casamatas desde las que se protegía Barcelona de la aviación italiana y de todo su entorno. Si para el conjunto del Turó de la Rovira, los vecinos tienen razón en vindicar que el futuro parque -sin duda necesario- respete las viviendas, por lo que hace a la localización principal de la película de Garay hay que preguntarse si los cambios que se acercan sabrán mantener y subrayar el aliento especial que ahora mismo ya desprende el sitio sin querer. Cabe temer que a ese lugar de memoria le aguarde el mismo vergonzoso porvenir que deparado al Camp de la Bota, sobre el que se extendió el aséptico emplazamiento del Fórum de las Culturas, para el que el calvario de casi dos mil personas allí fusiladas entre 1939 y 1952 no pareció demasiado relevante. Por no hablar de la cárcel Modelo, quién sabe si reconvertida un día en centro comercial, o del castillo de Montjuïc, condenado a convertirse en parque temático del buenrollismo institucional, en este caso bajo la forma de Museo de la Paz.
¿Y si se habilitara el fortín antiaéreo del Carmel como Museo de la Resistencia, una instalación con la que cuentan muchas ciudades europeas con menos méritos que Barcelona para hacer en y de ellas el elogio de la lucha por la libertad? Un lugar así serviría para hacer tomar conciencia de que el recuerdo no tiene que ver nada con el pasado, sino con una prospectiva de futuro en relación con el cual lo rememorado es pertinente y significativo. Evocar es invocar, y en este caso sería éste el entorno ideal para rebatir un malentendido que hoy se empeña en cultivar la historia oficial: el de que aquí miles de seres humanos perdieron la vida o la libertad defendiendo la democracia. Ésa no es toda la verdad. La inmensa mayoría de las víctimas del fascismo lo fueron porque se las consideró involucradas en una auténtica transformación de la sociedad. Aquella ciudad que las baterías del Turó de la Rovira defendían no estaba siendo castigada sólo porque celebraba elecciones cada cuatro años, sino porque había visto triunfar una verdadera revolución social. Es de eso de lo que habría que hacer también memoria: del hijo que en aquellos días terribles de 1938, como escribió Pere Quart, llevaba Barcelona en sus entrañas, aquel hijo al que no dejaron ni dejarán nacer.
Manuel Delgado es profesor de Antropología en la Universidad de Barcelona.
Son varias las virtudes de Mirant al cel, la película de Jesús Garay sobre los bombardeos que padeció Barcelona durante la Guerra Civil, estrenada como una de las iniciativas sobre el tema del Memorial Democràtic. De entrada, las de índole estrictamente cinematográfica, como aporte a la interesante línea de documental de creación que se está produciendo en la ciudad en los últimos años. Luego, como contribución a la vindicación de la biografía combativa de Barcelona, de la mano de un realizador al que ya debíamos La Mari (2002), una rara incursión desde el cine a la lucha de los barrios bajo el franquismo. Pero hay otra cualidad que merece ser destacada en la película: la de subrayar el valor simbólico, pero también la belleza inmensa e intensa de uno de los lugares más impresionantes de Barcelona: el Turó de la Rovira.
No es sólo que esa colina en pleno centro geográfico de la ciudad permita una contemplación excepcional de la masa urbana que la rodea. Ni tampoco el valor histórico que alberga, ubicación, entre otras cosas, de lo que fue la defensa aérea de Barcelona. Es la potencia del sitio mismo, la energía que destila, las reverberaciones sensibles y emocionales de todo tipo que suscita, incluso entre aquellos que nada saben de su historia; su silencio, las huellas que allí se amontonan, algunas recientes, como las pintadas permanentemente renovadas que todavía hacen más alucinante el escenario. Un paraje en el que casi nunca hay nadie, pero que nunca está vacío, saturado como se intuye siempre de ausencias. Ese cúmulo de sensaciones es el que Jesús Garay ha sabido transmitir en sus imágenes.
Es la suerte que espera a ese sitio lo que inquieta, levantándose como se levanta en medio de un viejo objetivo de depredación urbanística: los Tres Turons, la pequeña sierra que forman los cerros de la Rovira, la Creueta del Coll y el Carmel. El sector ya había sido objetivo de planes durante el franquismo, que, apenas modificados, se reavivan ahora, vinculados a la reforma del Carmel, un barrio que pronto será atractivo para clases medias ávidas de ubicarse en zonas con "sabor popular" y, de paso, con magníficas vistas sobre Barcelona.
El proyecto de parque tiene en contra la oposición vecinal, por cuanto implica la afectación de 900 viviendas que se encuentran dentro de su perímetro previsto, entre ellas las del conjunto Labernia, excelente ejemplo de urbanización de mediados del siglo XIX. El objetivo parece claro: desalojar la futura zona verde y densificar su entorno con nuevas construcciones -9.500 previstas-, cuyos nuevos destinatarios es dudoso que pertenezcan a las clases populares que hasta ahora habían habitado en esa parte alta de la ciudad.
La cuestión es cuál va a ser el porvenir de las casamatas desde las que se protegía Barcelona de la aviación italiana y de todo su entorno. Si para el conjunto del Turó de la Rovira, los vecinos tienen razón en vindicar que el futuro parque -sin duda necesario- respete las viviendas, por lo que hace a la localización principal de la película de Garay hay que preguntarse si los cambios que se acercan sabrán mantener y subrayar el aliento especial que ahora mismo ya desprende el sitio sin querer. Cabe temer que a ese lugar de memoria le aguarde el mismo vergonzoso porvenir que deparado al Camp de la Bota, sobre el que se extendió el aséptico emplazamiento del Fórum de las Culturas, para el que el calvario de casi dos mil personas allí fusiladas entre 1939 y 1952 no pareció demasiado relevante. Por no hablar de la cárcel Modelo, quién sabe si reconvertida un día en centro comercial, o del castillo de Montjuïc, condenado a convertirse en parque temático del buenrollismo institucional, en este caso bajo la forma de Museo de la Paz.
¿Y si se habilitara el fortín antiaéreo del Carmel como Museo de la Resistencia, una instalación con la que cuentan muchas ciudades europeas con menos méritos que Barcelona para hacer en y de ellas el elogio de la lucha por la libertad? Un lugar así serviría para hacer tomar conciencia de que el recuerdo no tiene que ver nada con el pasado, sino con una prospectiva de futuro en relación con el cual lo rememorado es pertinente y significativo. Evocar es invocar, y en este caso sería éste el entorno ideal para rebatir un malentendido que hoy se empeña en cultivar la historia oficial: el de que aquí miles de seres humanos perdieron la vida o la libertad defendiendo la democracia. Ésa no es toda la verdad. La inmensa mayoría de las víctimas del fascismo lo fueron porque se las consideró involucradas en una auténtica transformación de la sociedad. Aquella ciudad que las baterías del Turó de la Rovira defendían no estaba siendo castigada sólo porque celebraba elecciones cada cuatro años, sino porque había visto triunfar una verdadera revolución social. Es de eso de lo que habría que hacer también memoria: del hijo que en aquellos días terribles de 1938, como escribió Pere Quart, llevaba Barcelona en sus entrañas, aquel hijo al que no dejaron ni dejarán nacer.
Manuel Delgado es profesor de Antropología en la Universidad de Barcelona.
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